
Ayer estuve en Londres por primera vez en mi vida. No tuve la oportunidad de ver la ciudad en detalle, sino que solo estuve allí unas pocas horas y recorrí sus calles a bordo de un autobús. Sin embargo, el trayecto fue suficiente para ver algunos de los puntos más emblemáticos y hacerme una idea general de la ciudad. ¿Mi impresión? Creo que lo que más me gustó de la experiencia fue Assassin’s Creed.
Y no, no es que estuviera jugando a algún Assassin’s Creed en el autobús (jugar estaba jugando, pero al Football Manager en el portátil; uno tiene sus pequeños placeres culpables). No obstante, la popular saga de Ubisoft estuvo presente en mis pensamientos en todo momento. Allí sentado, mientras miraba por la ventana y mis ojos se topaban con castillos, palacios y estructuras de estética victoriana, me invadía una sorprendente sensación de familiaridad.
Todo terminó de cobrar sentido cuando nos paramos en un semáforo frente al Palacio de Westminster; cuando miré durante un buen rato (en serio, el tráfico era horrible) cada torre, cada pináculo, cada ventana, y pensé: “yo he estado aquí antes”. Entonces me fijé en la superficie de los muros, llena de los detalles decorativos que definen su estética, dando lugar a una superficie tremendamente heterogénea. “Por ahí se podría escalar”, pensé de nuevo.

Mis ojos empezaron a saltar de detalle en detalle, de abajo arriba, con algún desplazamiento horizontal para acercarse al siguiente punto de salto. Y de ahí al pináculo de la torre. Y de una torre a la siguiente. Avanzando, escalando, conquistando cada punto elevado. Hasta que otro pensamiento me detuvo: “por esta ventana se podía entrar”.
Y seguí recordando. Los pasillos, las rutas de los guardias, las oportunidades de distracción, el cofre de la habitación que hace esquina, la multitud entre la que fundirse… El autobús empezó a moverse de nuevo. Siguió callejeando. Y cuanto más se adentraba en el corazón de la ciudad, más cosas reconocía. La acera a orillas del Támesis, las casas de estética victoriana, las estrechas callejuelas que se abren paso entre los edificios, las vías del tren y los puentes que pasan por encima…
Allí, en aquel momento, bajo la grisácea luz del cielo británico, ninguno de esos lugares emblemáticos me fascinaba por sí solo. Sin embargo, al combinarlo con las estampas de mi memoria, surgía un efecto curioso, poderoso. Desde luego faltaban muchas cosas. Ni el traqueteo de los carruajes que poblaban las calles ni las enormes fábricas al pasar las vías ni la colada que colgaba de las ventanas de las casas estaban allí, en aquel momento; pero, por alguna extraña razón, yo sentía que sí lo estaban.

Y así prosiguió mi viaje. La magia que no veía en aquellas calles, tan similares a las de cualquier otro gran centro urbano actual, se compensaba por la magia de esas otras calles de mis recuerdos y las aventuras que viví en ellas. Calles ficticias, sí; aventuras ficticias, también. Tan solo una aproximación al aspecto de la Londres de un pasado lejano, una representación todavía más imprecisa por las licencias que se toman para lograr una experiencia jugable y narrativa conveniente.
Y aun así, pese a lo ficticio, lo lejano y lo impreciso, aquella sensación permanecía en mí. La de que ya había recorrido ese callejón, pasado ese puente o escalado esa torre. La de que sabía lo que había al girar la siguiente esquina. La imagen de una ciudad que no existía, incrustada en mi memoria y, de algún modo, proyectándose sobre la propia realidad con asombrosa coherencia.
Ni de lejos situaría el Assassin’s Creed Syndicate entre los mejores juegos de la historia ni entre mis favoritos personales; no lo haría con ningún Assassin’s Creed. Pero esta experiencia me ha hecho verlos con otros ojos y replantearme algunos elementos de la saga, algunos elementos únicos de este medio, a los que antes no otorgaba tanto valor.

El valor de sumergirte en una ciudad, en una aventura; en un divertimento cuya falta de profundidad jugable y narrativa no tienen por qué impedir que la ficción sea eclipsada por la inmersión. El valor de que el resultado de una secuencia de cifras binarias, confinado en un simple monitor, conservado en momentos fugaces de mi memoria, me hiciera sentir que conozco una ciudad en la que nunca he estado.
El valor de que allí, en aquel momento, bajo la grisácea luz del cielo británico, ninguno de esos lugares emblemáticos me fascinara más que un videojuego.
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